Tenemos ante los ojos unos cuantos retratos que por un estudiado azar parecen poseer esa esencia de la imposibilidad de estar vivos. Sí, en ellos salta a la vista esa contradicción que constituye la raíz misma de la maravilla. Por una parte lo que los pobres mortales llamamos vivo, y que generalmente asociamos al movimiento, y, por otro lado ese verbo, estar, que asociamos a la quietud (por "estar", lo que se dice "estar", sólo están los muertos).
Pero en estos retratos (Ah!, milagros de las viejas técnicas!) se está y, además se está vivo. Hermosa paradoja que Gabriel ha sabido evidenciar y retener con su cámara en un intento de objetivar al sujeto que a sí mismo se objectualiza, o mejor aún, se hace estatua, en un duro y lento duelo contra el Tiempo. Porque en esa técnica rudimentaria que exige posar impasiblemente durante largos minutos (dando tiempo al Tiempo), en esa resistencia contra la discontinuidad, los rostros en pura duración parecen decir: "¡Mira, aquí no ha pasado nada!"; y, por un momento, esa negación de la velocidad, ese súbito marasmo del Tiempo, nos hace descubrir sus falsos mecanismos de relojería, su desnudez última, su extrema idealidad. Y así los rostros fustigados por su látigo, verdadero "flagellum Dei", se vuelven contra él en una inquietante mirada sin fin, nimbados por un aura que palpita, como nos diría Walter Benjamin.
Hemos, pues, de agradecer la renuncia expresa de Gabriel a caer en la Alta Tecnología que hoy domina el Mercado, tanto el Audiovisual como el de nuestras vidas (¡cada vez más audiovisuales!). Agradecerle esa contención, esa viva resistencia contra el despilfarro de las mil posturas por minutos; acertar de un solo y lento disparo en el corazón del Tiempo. Retomar de nuevo aquellos viejos artilugios y técnicas de antaño que por extraños azares (quizá el de su propia imperfección sobre todo) logran mejor que esa "natural espontaneidad" de la fotografía moderna acercarse al imposible misterio del tiempo de nuestras vidas.
Desembre 1989